Mientras los heroicos defensores que pudieron retirarse de la plaza y salían por el lado de la trinchera de La Merced, desde el sur, por la trinchera de San Francisco, entraban violentamente los escuadrones del Regimiento de Talaveras.
Minutos más tarde, la plaza y calles adyacentes estaban invadidas por los soldados realistas, que entraban por los cuatro costados, con ansias de vengar a sus compañeros muertos y con encendida rabia por la larga resistencia de los patriotas.
El macabro espectáculo era impresionante. Los incendios, que nadie se preocupaba de contener, continuaban con todo su violento vigor. El humo hacía que en algunos sitios el aire se tornara irrespirable. Los cadáveres estaban botados por todas partes, especialmente junto a las trincheras.
Algunos heridos hacían supremos esfuerzos por escapar de las tropas vencedoras, que cumplían el reto de pelea sin cuartel.
José Ignacio Ibieta, rancagüino, nacido en la villa que defendió hasta el último instante de su vida, aunque una bala de cañón le cortó ambas piernas, continuaba abrazado a la bandera. Sus compañeros se habían ido, y él no podía montar. Un grupo de realistas le pidió que se rindiera a lo que él se negó terminantemente, tratando de herirlos con la espada que sostenía en una mano. Así murió, sobre los restos de la trinchera de San Francisco.
José Manuel Astorga, defensor de la trinchera sur, logró salir de la Plaza, junto a O’Higgins, pero cayó combatiendo al ser interceptado por fuerzas realistas en la Cañada.
Bernardo Cuevas peleó valerosamente en la trinchera de La Merced. No pudo salir junto a los demás, y fue tomado prisionero por los realistas, que lo confundieron con O’Higgins. En la creencia de que se trataba del Jefe patriota, sin esperar más, lo arrastraron a viva fuerza hasta el muro del Templo de La Merced y allí lo fusilaron.
El capitán Antonio Millán, defensor de la trinchera sur, tampoco pudo salir, por encontrarse gravemente herido. Fue tomado prisionero, pero, en forma increíble, logró posteriormente escapar, traspasar la cordillera y volver con el Ejército Libertador.
Francisco Calderón, otro de los más valientes héroes patriotas, cayó prisionero cuando ya se retiraba de la plaza y estuvo también a punto de ser fusilado, porque creyeron que se trataba de uno de los Jefes “insurgentes”, como los españoles denominaban a los patriotas.
Muchos otros de los defensores de Rancagua, para quienes no alcanzaron los caballos, siguieron luchando hasta rendir sus vidas, mientras algunos heridos, arrastrándose, buscaban un inútil refugio entre las ruinas.
ABUSOS Y SAQUEOS
Los soldados realistas, ávidos de venganza después de dos días de lucha en que vieron caer muertos a muchos de sus compañeros, cuando comprobaron que ya no había resistencia armada, se dedicaron a penetrar en las casas para saquearlas, apoderándose del dinero, joyas y otros objetos de valor que pudieron cargar.
Inútilmente los oficiales españoles trataron de reprimir estas acciones. El saqueo y toda clase de abusos continuaron hasta el anochecer.
El testimonio de innumerables testigos, recogidos por diversos historiadores, indica que se cometieron incalificables desmanes, que se maltrató a heridos y ancianos y que se abusó de muchas mujeres. Dicen, los que han escrito la historia de la batalla, basándose en palabras de testigos, que ni los templos fueron respetados, ya que entraron a la Iglesia de La Merced, a la Iglesia Parroquial y a la de San Francisco, donde se habían ocultado ancianos y mujeres, registrándose horribles profanaciones.
Algunos han creído ver, en la relación histórica de los hechos ocurridos al terminar la batalla, una exageración odiosa contra los españoles. Pero, los más serios historiadores, han relatado, aún con más detalles, aquellas horas de horror. No hay que olvidar que sólo una parte de los soldados realistas eran españoles y soldados veteranos. Gran parte de las tropas de Osorio se formaron con criollos de Chiloé, Valdivia, Concepción y otros lugares en donde fueron reclutados.
No queremos seguir ahondando en descripciones. Pero, en las siguientes palabras va lo que escribió el conocido y famoso historiador español Leopoldo Castedo, en su “Resumen de la Historia de Chile de don Francisco Antonio Encina”, sobre lo que pasó en Rancagua al terminar la batalla:
“Es imposible precisar cómo se originaron los primeros actos de vesania sanguinaria, más lo cierto es que los vencedores deslucieron su triunfo con una serie de crueldades inverosímiles. Los Talaveras, posiblemente en mezquino deseo de venganza remataron heridos y fusilaron prisioneros. Entregados al saqueo, forzaron las iglesias donde se habían refugiado mujeres y niños y, en el último momento algunos patriotas, luego de fusilar a éstos, violaron a aquellas. Costó a Osorio y sus oficiales un esfuerzo titánico restablecer el orden, castigando a los culpables de tan atroces desmanes”. (Tomo II, pág. 189).
El improvisado hospital militar en una casona de la plaza, fue alcanzado por el fuego y en el interior perecieron quemados decenas de heridos de la batalla.
La noche cayó sobre Rancagua y las llamas de los últimos incendios iluminaron dantescas escenas. Los jefes realistas seguían tratando de contener a la soldadesca, hasta que a todos los venció el cansancio tras la larga y horrenda jornada.
AL DÍA SIGUIENTE
Al aparecer de nuevo el sol, el lunes 3 de octubre, la horrible pesadilla comenzó a disiparse. Los oficiales realistas lograron al fin imponer el orden y pusieron a los soldados a trabajar en la extinción de los últimos incendios y en la remoción de escombros para despejar las calles en los alrededores de la plaza.
Los restos del hospital de sangre presentaban el más espeluznante espectáculo. En lo que fuera el hospital de sangre, manos crispadas que se aferraban a los barrotes de las ventanas y cuerpos carbonizados de los infelices que no lograron escapar. En macabra tarea, fueron rescatados de entre esos escombros alrededor de treinta cadáveres irreconocibles.
El general Mariano Osorio, junto a los demás jefes españoles, se esforzó en restablecer el orden en las tropas, para continuar con ellas en demanda de la capital, pensando que todavía tenía que romper con nuevas resistencias patriotas, ya que, por lo menos la Tercera División comandada por don José Miguel Carrera, se suponía que estaba intacta y esperando para combatir.
SEPULTACIÓN DE CADÁVERES
Nunca se podrá saber exactamente cuánta gente murió en la sangrienta batalla. Hay que recordar que las tropas de O’Higgins, al iniciarse el combate, contaban con 1.750 hombres y que sólo lograron escapar el 2 de octubre alrededor de 300. Es de presumir que, restando los prisioneros, que no fueron muchos, tendrían que haber muerto unos 1.200 patriotas.
Tampoco se puede saber cuántos fueron los soldados realistas que murieron. En el parte oficial de Osorio que da cuenta de la batalla, se minimizan las pérdidas en forma realmente absurda. Es posible que el general español haya contabilizado únicamente a algunos de los oficiales del ejército español peninsular. Un cálculo prudente puede ascender el número de muertos a cerca de 2.000 personas, entre soldados y civiles.
El primer problema grave de Osorio fue el de sepultar los cadáveres, muchos de los cuales ya tenían más de 48 horas sometidos a calores de dos días.
Los oficiales españoles muertos tuvieron prioridad para ser sepultados en el Templo de San Francisco, ya sea en el interior o en el pequeño cementerio contiguo, o en el también pequeño cementerio parroquial, tras el edificio de la iglesia.
El templo franciscano estaba ubicado, en aquel entonces, en la esquina surponiente de las actuales calles del Estado e Ibieta, frente a la actual Plazoleta del Instituto O’Higgins.
La inmensa mayoría de los cadáveres fueron amontonados en un sitio ubicado inmediatamente en las afueras de los límites de la villa, en la prolongación de la actual calle del Estado al norte de la Cañada, desde donde salía el llamado Camino del Recreo. Allí fueron quemados y sepultados en una inmensa tumba común que fue cavada apresuradamente por los soldados. En ese mismo sitio, casi junto a los cadáveres humanos, fueron sepultados los restos de los animales: caballos y mulas. No se podía hacer otra cosa por la premura del tiempo y el temor a epidemias.
Ese cementerio común de la batalla, señalado por don Diego Barros Arana con una cruz en un plano de Rancagua inserto en su “Historia General de Chile”, permaneció más tarde ignorado y olvidado por más de un siglo.
En 1953, a instancias del autor de esta obra, se realizaron excavaciones por soldados del Grupo de Ingenieros Membrillar, hasta encontrar restos humanos que fueron rescatados y llevados en una urna especial, con grandes honores militares, hasta el Museo de la Patria Vieja. Allí permanecieron hasta 1988, en que fueron trasladados a la cripta que hizo construir en la Iglesia Catedral el Obispo Monseñor Jorge Medina. Ahí, bajo el altar mayor, son sepultados los Obispos y altos dignatarios de la Iglesia Católica. Y allí, señalada por una lápida de mármol, con una emocionante inscripción, se encuentra la tumba del “Soldado Desconocido” de la Batalla de Rancagua.
OSORIO SIGUE SU MARCHA
Despejadas un poco las calles y la plaza de escombros y cadáveres, el general victorioso Mariano Osorio, dispuso la celebración de una solemne Misa de la Acción de Gracias por la victoria de las armas del Rey de España.
A este acto religioso concurrieron todos los oficiales realistas, soldados y gente del pueblo que simpatizaba con la causa monárquica o querían congraciarse con el vencedor.
Esta ceremonia religiosa fue oficiada en la Iglesia de San Francisco, que fue la que menos sufrió los efectos de la batalla.
El martes 4 de Octubre, Osorio y sus tropas abandonaron Rancagua, dejando de guarnición en ella al Batallón Valdivia y como jefe militar y político al coronel español don Juan Nepomuceno Carvallo.
TRISTE EPÍLOGO
Leopoldo Castedo, el historiador español ya citado, que tuvo la virtud de interpretar la Historia chilena, escribió estas palabras que pueden servir como epílogo al sangriento drama:
“El momento histórico en que se desarrolló el combate de Rancagua y las pasiones de él derivadas, impidieron su conversión en símbolo del patriotismo chileno, como habría de ocurrir años después.
“Más, el sacrificio heroico de los que, siguiendo el ejemplo de O’Higgins, se abrieron paso a filo de sable a través de las trincheras realistas, no fue perdido para el afianzamiento del sentido de patria y de la voluntad de lucha hasta la consecución de la Independencia.
“A pesar de que gran parte de las fuerzas realistas eran criollas, Rancagua tuvo la virtud de engendrar en el chileno la conciencia segura de que era capaz de medirse con el mejor soldado español.
“La dramática retirada había acabado de disolver el último vínculo espiritual que unía en lo político a Chile y España. La desgraciada torpeza de los hombres de Fernandao VII iba pronto a encender la hoguera de la lucha, que ahora sería definitiva”…