Por: Carlos Cerda Acevedo
Esta vez no hablaré de las cantinfladas de Su Excelencia, ni sobre el buen hombre que fue el finado Kirchner –como hoy todos dicen–, ni acerca de las alergias primaverales por obra y gracia de los plátanos orientales emplazados por los ingeniosos ediles (La Municipalidad debería pagar una indemnización por cada antihistamínico que se compra en el día)… más bien hablaré de la ingeniosa manera copiona que desde hace tiempo nos ha domado, de despreciar lo propio y asumir lo ajeno, o sea, sobre the chilean copy-paste way (la forma chilena de copiar y pegar), que esta vez se refleja sin pudor con la así llamada noche de brujas.
No puedo evitar caminar y ver a cuanto buhonero con sus vitrinas y estantes rebosantes de calabazas, horquetas sangrantes, máscaras demoníacas, dulces que pintan de negro o saben a moco, telarañas de plástico, vestidos de princesitas, y así una serie de menudencias que evocan la nueva moda nacional: celebrar noche de brujas o –como dicen los periodistas de la tevé– «Jálogüein» (ojalá la jota suene como si estuviera haciendo gárgaras con listerine), que consiste en una procesión infantil al crepuscular cada 31 de octubre, llevando disfraces con bolsas o baldes decorados para la ocasión, y que se pide a quien abre la puerta de su hogar que done una cantidad ingente de golosinas bajo el apercibimiento de dejarle el frente de su casa como bosta.
¿Y de dónde vino tamaña costumbre? No daré la lata sobre el origen del ritual, pues creo que al estimado lector ya lo han hinchado con mensajes de correo electrónico firmados por organizaciones cristianas, sino a sindicar a quienes son los causantes de esta importación a nuestra larga y angosta faja de tierra.
Otra vez, los culpables son “los siúticos”, los arribistas, los mismos que se juran criollos nuevos porque su abuelito pobretón y plebeyo era de apellido anglosajón, pero de ahí hacia atrás ni tienen idea de su genealogía. Los mismos que fundan colegios en idioma hereje, que nombran como rector a un cura irlandés trancado por culpa de su padre borracho y castigador, que sólo enseña la “lengua materna” (ojo, no el castellano), y les hacen cantar el himno extranjero versión imperial o fascista, para después entonar la canción chilena, casi a desgano. Son los mismos que les enseñan a hablar a los niños sobre Chile, no como mi pueblo o mi país, sino como “este país”, haciéndolo ajeno ya desde el sermón. Los mismos que destruyeron la forma de nuestra Plaza de los Héroes, cambiando la Cruz de Triana por la cruz celta o nos derriban las casonas coloniales cambiándolas por bloques pintados estilo chirimoya alegre. En resumen, gente que no se siente cómoda en ser chilena, que rechaza su vínculo con el país y el pueblo, por lo que adopta formas y adornos totalmente extranjeros, seguramente con el propósito de tapar todo lo autóctono que pueda aparecer, es decir, los mismos que se dicen “conservadores”, pero que no quieren conservar nada de lo chileno.
Esta gente rara, pues, empezó con la moda en la década del los ’90, en pleno crecimiento al 7%, con el señor Frei chico firmando tratados de libre comercio como loco y el canal católico –siempre tan piadoso– ganaba millardos con el concubinato entre la señora Bolocco y el señor Morandé. En uno de estos colegios dirigidos por curas irlandeses de tufo güisquero, se les ocurrió hacerles fiestas de jáloguin a los niños. Así, la miss (la parvularia) salía con sus educandos disfrazados por las cuadras colindantes al colegio siútico, voceando “dulces o travesura”. Después, les hacían reportajes con fotos en las revistas elegantes, adelantando el estreno en sociedad del pequeñín o la infantita. Y como estos siúticos padecen de burguesía crónica (esto es, en palabras del gran Charles de De Gaulle, “la riqueza, la conciencia de detentarla o la voluntad de adquirirla”), vieron que la moda era buena, que daba mucha plata en cuestión de quince días, vendiendo cuanta buhonera relativa a las brujas y diablos a precios gananciosos. Copian las nuevas tendencias según el dictado de la pérfida Águila Calva (¿se han dado cuenta que los EEUU ni siquiera es nombre propio, sino que son dos adjetivos? Les falta identidad hasta para eso), encargan su confección barata y tóxica a alguna nación oriental –para bajar costos- y vamos importando y vendiendo, copiando y pegando, hasta que se impuso y masificó: casi todos los pequeños compatriotas se mutaron a monstruos, nosferatus o princesas pedigüeñas, sin distinción de sexo, estirpe o condición; y no hubo mercader que no haya ganado algo de dinero con cuanto producto se refiera a esta moda.
Y pensar que los chilenos, hasta no hace mucho, teníamos nuestra noche de brujas: la noche de San Juan. El 24 de junio no había mercadeo, sólo leyendas campestres, cuentos realmente tenebrosos, pruebas con papas, velas, agua y espejos, y el riesgo de ver a Satanás en persona, o pasar en vigilia debajo de una higuera para verla florecer… pero eso hoy no vende, no lucra, no se gana.
Así, después de haber vivido este crepúsculo que sólo aterrorizó a su bolsillo, recuerde con nostalgia la noche de San Juan y compárela con la noche de brujas que nos impusieron los siúticos. Pero no se preocupe: esto pasará… ya me he comunicado con la Organización Internacional de Hechiceras Asociadas y les dije que en Chile les han plagiado los aquelarres ganando cerros de plata, así que apenas las Brujas demanden el pago de los Derechos de Autor, hasta aquí no más llegó la fiesta. Claro, a los arribistas les gusta cobrar y caro, pero cuando tienen que pagar… usted ya sabe.