NOCIONES FUNDAMENTALES SOBRE
LOS DERECHOS DE LOS PUEBLOS
“Todos los hombres nacen con un principio de sociabilidad, que tarde o
temprano se desenvuelve. La debilidad y larga duración de su infancia, la
perfectibilidad de su espíritu, el amor maternal, el agradecimiento y la
ternura que de él nacen, la facultad de la palabra, los acontecimientos
naturales, que pueden acercar y reunir de mil modos a los hombres errantes y
libres, todo prueba que el hombre está destinado por la naturaleza, a la
sociedad.
El fuera infeliz en este nuevo estado, si viviese sin
reglas, sin sujeción y sin leyes, que conservasen el orden. ¿Pero quién podía
dar y establecer esas leyes, cuando todos eran iguales? Sin duda el cuerpo de los asociados, que
formaban un pacto entre sí de sujetarse a ciertas reglas establecidas por ellos
mismos para conservar la tranquilidad interior y la permanencia del nuevo
cuerpo que formaban.
Así pues, el instinto y la necesidad, que los
conducía al estado social, debía dirigir necesariamente todas las leyes morales
y políticas al resultado del orden, de la seguridad y de una existencia más larga
y más feliz para cada uno de los individuos y para todo el cuerpo social. Todos
los hombres, decía Aristóteles, inclinados por su naturaleza a desear su
comodidad, solicitaron, en consecuencia de esta inclinación, una situación
nueva, un nuevo estado de cosas, que pudiese procurarles los mayores bienes: tal
fue el origen de la sociedad.
El orden y la libertad no pueden conservarse sin un gobierno y por ésto la misma esperanza de vivir
tranquilos y dichosos, protegidos de la violencia en lo interior y de los insultos
hostiles, compelió a los hombres ya reunidos, a depender, por un consentimiento
libre, de una autoridad pública. En virtud de este consentimiento se erigió la
Potestad Suprema, y su ejercicio se confió a uno o a muchos individuos del mismo cuerpo
social.
En este gran cuerpo hay siempre una fuerza central,
constituida por la voluntad de la nación, para conservar la seguridad, la
felicidad y la conservación de todos y prevenir los grandes inconvenientes que
nacerían de las pasiones; y se observa también una fuerza
centrífuga, que proviene de los
esfuerzos, injusticias y violencias de los pueblos vecinos, por las cuales
obran unos sobre otros para extenderse y agrandarse a costa del más débil, a
menos que cada uno se haga respetar por la fuerza. Por este principio la
historia nos presenta a cada paso la esclavitud, los estragos, la atrocidad, la
miseria y el exterminio de la especie humana. De aquí es que no se encuentra
algún pueblo que no haya sufrido la tiranía, la violencia de otro más fuerte.
Este estado de los pueblos es el origen m de la
monarquía, porque en la guerra necesitaron de un caudillo que los conduzca a la
victoria. En los antiguos tiempos, dice Aristóteles, el valor, la pericia y la
felicidad en los combates, elevaron a los capitanes por el reconocimiento y la
utilidad pública, a la potestad real.
No tuvo otro origen la monarquía española. Los Reyes
Godos ¿qué fueron en su principio sino capitanes de un pueblo conquistador? ¿Y
de qué le hubiera servido al Infante Don Pelayo descender de los Reyes Godos,
si los españoles no hubiesen conocido en él, los talentos y virtudes necesarias
para restaurar la nación y reconquistar su libertad?
Establezcamos pues, como un principio, que la
autoridad suprema trae su origen del libre consentimiento de los pueblos, que
podemos llamar pacto o alianza social. En todo pacto intervienen condiciones y
las del pacto social no se distinguen de los fines de la asociación.
Los contratantes son el pueblo y la autoridad
ejecutiva. En la monarquía son el pueblo y el rey.
El rey se obliga a garantir y conservar la seguridad,
la propiedad, la libertad y el orden. En esta garantía se comprenden todos los
deberes del monarca. El pueblo se obliga a la obediencia y a proporcionar al
rey todos los medios necesarios para defenderle y conservar el orden interior.
Este es el principio de los deberes del pueblo.
El pacto social exige, por su naturaleza, que se determine el modo con que ha de ejercerse la autoridad pública; en qué casos y en qué tiempo se hace oír el pueblo; cuándo se le ha de dar cuenta de las operaciones del Gobierno; qué medidas han de tomarse para evitar la arbitrariedad; en fin, hasta donde se extienden las facultades del Príncipe.
Se necesita, pues, un reglamento fundamental, y este reglamento es la Constitución del Estado. Este reglamento es más en el fondo que en el modo y orden con que el cuerpo político ha de lograr los fines de su asociación”.
(Hasta
aquí la primera parte del extenso editorial, que ocupa toda la primera página
de la “Aurora”. Continúa en la segunda
página y termina en la tercera que, por el momento, no es fundamental seguir
copiando, ya que lo más importante es esta primera parte, referente al derecho
de los pueblos y que determina la necesidad de su independencia y soberanía).
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