En la década de los años 20 del pasado siglo XX, el viejo camino que unía a Rancagua con el pueblo de Machalí, no era más que eso: un viejo camino de tierra que se transformaba en barro en los inviernos. Transitaban por él muy escasos caminantes, algunos huasos de a caballo o las carretas tiradas por bueyes.
Casi a fines de esa década, se estableció un servicio de “góndolas”, vehículos de movilización colectiva, con motor, precursora lejana de las actuales “micros”, que comenzaron realizando dos viajes diarios de ida y vuelta. De vez en cuando algún automóvil se aventuraba también por esa antigua ruta.
Poco a poco, Machalí comenzó por ser atractivo para paseos campestres de familias rancagüinas.
Mi recuerdo personal es que, cuando niño, el paseo anual que realizaba mi familia (por parte de mi madre, Herminia Valenzuela) a Machalí era muy esperado e inolvidable. Se efectuaba todos los años más o menos a mediados de diciembre. Para ello, se arrendaban, con anticipación, unas 10 victorias tiradas por caballos, que el día viernes partían con los primeros paseantes y parte de los equipajes. Un día antes, el jueves, había partido la carreta con bueyes, llevando carpas, cocina, mesas, sillas, pisos, esteras, guitarras y sacos con toda clase de comestibles.
E l sábado, muy temprano en la mañana, partía gran parte de la familia, encabezada por mi abuela materna, Celmira, con hijos, nietos y resto de parentela. El viaje en las victorias demoraba unas dos horas, hasta el cerro San Juan, en donde ya estaba instalado el “campamento” veraniego.
Se permanecía allí todo el domingo y el lunes en la mañana se iniciaba el regreso.
El recuerdo del paseo a Machalí se quedaba fijo en el recuerdo de nuestras mentes infantiles, como algo maravilloso, a la espera de otro, en el siguiente año.
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