Por: Fernando Ávila F.
“Ese día salí a comprar cigarrillos a 2 cuadras de mi casa. Cuando venía de regreso recojo una chaqueta y un jockey que estaban botados en la calle y de un momento a otro, se deja caer Carabineros y me detienen. Sin entender nada, me suben al carro con lo puesto y al cabo de unos minutos llegamos a la Comisaría donde me entero que me acusaban de haber ingresado a la casa de un funcionario de Gendarmería en el sector de Baquedano, a dos cuadras de mi casa. El indicio era que el delincuente vestía la chaqueta y el jockey que acababa de recoger, sin embargo, las prendas eran talla S y yo soy XL. A nadie le importó mi necesaria aclaración en la Comisaría, al día siguiente fui pasado al Tribunal de Garantía, donde la pesadilla se hizo aún peor. Comprenderán que si un sujeto es acusado de robar la casa de un gendarme, sus compañeros querrán tomar revancha. Desde que llegué al tribunal empezaron las miradas extrañas y las amenazas”, indicaba en ese entonces el imputado.
“Me llevaron a una celda, en el subterráneo del Tribunal y me encontré con la defensora, le entregué algunos datos y a los pocos minutos nos encontramos en la sala de audiencia. Causas anteriores por conducir bajo los efectos del alcohol fueron suficientes para que el juez determinara que yo soy un “peligro para la sociedad” y decretaron la prisión preventiva por saltar una reja de unos dos metros, robarme una bicicleta, unas llaves, 2 balones de gas, volver a saltar la reja y arrancar. Mi contextura física jamás me hubiese permitido hacer todo eso. Yo no soy un delincuente, yo no soy talla S y yo no iba a cometer un delito a dos cuadras de mi casa”, dice
Su relato continúa indicando que “llegué a la cárcel, en la misma que trabaja el funcionario dueño de la casa en la que robaron, y la recepción fue una pesadilla. Se encargaron de llevarme a un sitio donde no había cámaras y me golpearon con puños y pies hasta que se cansaron. Además de todo tipo de amenazas en las que señalaban que ese día comenzaba el infierno. Yo trabajaba como administrativo en una empresa en Santiago. Soy soltero y cuidaba a mis padres. Tenía mi camioneta, mi casa, mis amistades y una vida cómoda y digna. No tenía ninguna necesidad de robarme una bicicleta…la que nunca por lo demás encontraron entre mis pertenencias. Había recibido una herencia que estaba invirtiendo y tenía una buena vida. Mi única vinculación con algo ilegal era un par de conocidos que consumen drogas y a quienes traté de apoyar, pero ni siquiera fui drogadicto”.
LA VIDA EN LA CÁRCEL
“Después de la golpiza me descubrí heridas en las piernas, los brazos, la cabeza y el rostro. Mi defensora me fue a ver a la cárcel a los pocos días y al verme quedó impresionada, tanto así que debió presentar un recurso de amparo y de cautela de garantía ante la Corte de Apelaciones para que no me siguieran golpeando, lo que afortunadamente fue acogido. Terminaron los golpes del funcionario, pero debí enfrentarme a la vida en la cárcel. Para mi fortuna en el módulo uno de los internos más respetados era un tipo que conocí en las pichangas en barrio de mi adolescencia y el me cuidó. No recibí agresiones ni fui “perkin”, para refugiarme ingresé al grupo de los cristianos y en cada culto le pedía a Dios que se aclarara la situación, que me dejara salir de ahí, que no me merecía estar privado de libertad, siendo inocente. Lloré cada día de los primeros tres meses. Mi defensa pedía cambiar la medida cautelar y se la negaban, no entendía qué hacía yo ahí dentro. Me desmoroné cuando vi por primera vez a mi madre en la visita. Una anciana enferma que se levantaba temprano para ir, hacía filas interminables y se sometía a la invasiva revisión antes de entrar a verme. Mi mamá fue la única que siempre estuvo ahí. Los amigos ya no existían, mi pareja nunca fue a una visita y yo ya pensaba en suicidarme”, recuerda.
“Un día, en la visita al sicólogo del penal, él me dijo: “ésta también es parte de tu vida, es tu realidad y tú decides cómo vivirla. Puedes seguir encerrado llorando o puedes sacar lo mejor de lo malo”. Con esa frase cambió mi actitud. Empecé a cortar el pelo, a arreglar ropa, a organizar campañas para tener aseado el módulo, me gané el respeto y consideración de mis compañeros. Ahí se hizo más llevadero el día a adía, aunque la rabia e la impotencia se llevaban por dentro”.
INOCENTE
“Pasaron 11 meses, 330 días. Suficiente tiempo para que todo lo que yo era fuera del encierro se acabara. El 27 de marzo de 2019, mi defensor me dice que con el pago de una caución me puedo ir a casa. Mis papás juntaron el dinero y me rescataron de la cárcel, pero el proceso judicial seguía.
A mí me interesaba cerrar el ciclo y que se reconociera mi inocencia. Eso pasó 3 años después. Pandemia por medio, mi caso se extendió, pero en noviembre del 2021 se me comunica que la Fiscalía decidió no perseverar en mi causa, pues no había antecedentes para acusarme del delito de robo en lugar habitado. No saben con qué alegría y con qué rabia escuché esa noticia. Libre al fin… pero para qué, me pregunto ahora. Llegué a vivir con mis padres. Me encargo de cuidar a mi mamá cuya artrosis se deterioró con la pena y las esperas en las filas para visitarme en cana. No tengo trabajo, no tengo amigos (porque no tengo plata) y apenas me queda ánimo para seguir”, el ahora libre de todo delito.
“Por ahora me motiva tener reparación. No es justo que uno esté en la cárcel siendo inocente y que nadie se haga cargo del daño económico, social y moral que eso conlleva. Para mucha gente seguiré siendo el ex preso, el delincuente. Ahora estoy a la espera que se analice mi caso para ver si es posible demandar al Estado, pero no solo me interesa una indemnización, sino limpiar mi honra, quiero que todos aquellos que mi dieron la espalda sepan que soy inocente”.