P, Gabriel Becerra O.
Asesor Pastoral de la Salud
Diócesis de Rancagua.
Cuando aparece el dolor, en cualquiera de sus formas, físico, moral, psicológico, espiritual, la primera reacción “normal” es rechazarlo. Es lo más natural, porque atenta en sí contra nuestro bienestar y felicidad. Tratamos de apoyar a los demás que sufren de igual manera a superar este trance, sé de muchos que se esmeran hoy por amilanar el dolor en muchos semejantes y no poseen necesariamente vínculos con ellos, obedeciendo el mandato de Cristo de socorrer al que sufre.
A diferencia del animal, el hombre sabe que sufre; y lleno de asombro se pregunta por la finalidad de este sufrimiento. Esta línea de reflexión la vemos en el libro de Job en las Sagradas Escrituras, donde el dolor aparece como un mal. La justificación para lo anterior es el pensamiento del mundo religioso judío donde el mal es un castigo o consecuencia del propio pecado. Pero el sufrimiento de Job es el del inocente; ¿Cómo se puede justificar el dolor en aquel que es inocente? Puede ser una consecuencia, pero también tiene carácter de prueba. En síntesis, en el libro de Job, el sufrimiento posee un valor educativo, como conversión final, superación del mal. Es una gran visión y reflexión, invito a leer este libro sagrado.
La vida humana, como la de Job, retratada en las Sagradas Escrituras, está cargada de experiencia de dolor. ¿Tiene algún sentido este dolor desde la Nueva Alianza? para encontrar el verdadero sentido del sufrimiento, los invito a volver nuestra mirada al amor radical de Dios en Jesucristo. La invitación es a hacer un alto en el trajín de la vida, para pensar y discernir el proceso del dolor y el sufrimiento humano. Porque “nadie escapa del dolor”, esta frase es una verdad irrevocable; pero, cómo nos paramos frente al dolor, forma parte de nuestra experiencia personal y subjetiva, de nuestras creencias y valores, de nuestra situación cultural. Todos vivimos expuestos a aquello.
La fe en Dios, nuestro ser cristiano, ilumina este desborde – muchas veces – de angustia existencial, que nos trae la vida del dolor, el sufrimiento y también la muerte. Jesús, quien caminó por la historia, a quien acudieron tantos buscando sanación, nos invita a transitar por un camino que no esquiva el dolor y más específicamente, no esquiva al hombre sufriente; aspecto que nos muestra nítidamente la parábola del buen samaritano (Lucas, 10,25-37). Esta bella parábola nos muestra a dos hombres religiosos esquivando el dolor, uno es el sacerdote y el otro un levita, ellos revelan un intento de conservar la ley, la cultura y las tradiciones religiosas, olvidando el bien del otro. Nadie está libre de aquello. El buen samaritano, en cambio, nos muestra a un hombre sin condicionamientos legales, culturales y religiosos; frente al dolor y la necesidad del otro, simplemente él se baja de su estatus y atiende al desconocido mal herido.
Se desprende de la enseñanza de Jesús, que, conscientes de nuestra fragilidad humana, no exenta del dolor y sufrimiento, nuestra existencia debiese estar encaminada hacia la superación y la mitigación del dolor del prójimo. El cuidado del otro, de sus legítimas necesidades, singularmente en la carencia de la salud, hará que olvidemos el propio dolor. Jesús, nos muestra en la parábola del buen samaritano que todos podemos sentir el dolor del otro, no se necesita ser religioso o no creyente, todos podemos acudir al otro, dejando por unos momentos “lo nuestro”, para atender al otro. La parábola nos enseña también que el samaritano sintió algo que ni el sacerdote ni el levita, ambos religiosos, sintieron: la compasión, literalmente, el ser movido, desde las entrañas, a la misericordia. ¿Hemos sentido nosotros alguna vez ese sentimiento ante dolor del otro?
Entonces ¿Tendrá algún sentido el dolor y el sufrimiento si solo solo nos traen tristeza y soledad? ¿Será una respuesta el hecho que Cristo se haya sometido al dolor? Creo firmemente que sí, pues Cristo se sometió a la frágil condición humana y también testimonio la cercanía absoluta al dolor, y a la vez nos redimió de él. El llamado es a testimoniar el amor al prójimo, hacerse próximo del que sufre. Es ver a Cristo mismo en el que sufre, en el caído, y a la vez no olvidar y creer firmemente que soy también Cristo mismo que va al encuentro para atender al hermano que caído.