¿Podrá alguien vivir sin fe, vivir sin fe en Dios? La respuesta más probable e inmediata del lector es sí, claro que se puede vivir. De hecho, existen muchas personas en el mundo que viven sin fe en Dios. Tenemos conocidos e incluso amigos que pueden vivir perfectamente sin la fe explícita (por lo menos) en Dios. Le he preguntado a algunos acerca de cómo es su vida sin fe, sin creer en Dios. Me he llevado sorpresas en las respuestas; pensé que las encontraría cargadas de pesimismo y soberbia, autosuficiencia. Al contrario, la mayoría de las respuestas estuvieron envueltas en un grato diálogo, que denotaban una vivencia con muchas satisfacciones personales y familiares, logros y grandes alegrías y esperanzas. Debo reconocer que me sorprendió. Entonces me hice la pregunta lógica ¿para qué creer en Dios, si, sin la fe en él, la vida se podría vivir igual? Esta realidad de no creer o no tener fe en Dios debe llevarnos a pensar en el sentido profundo del acto de creer, nuestro acto de creer. Los invito a pensar la fe; a entrar en el maravilloso camino de la fe. En ese camino, o más bien dicho “desde” ese camino es de donde reflexionaremos por un instante. Nos enseñaron que la fe es un don de Dios, un regalo que no se obtiene por mérito sino por gracia; pero que implica mi adhesión y respuesta a una iniciativa divina. Pero ¿entendemos realmente aquello que aprendimos intelectualmente? Hace algunos años atrás una señora de avanzada edad me dijo: “padre, y si no es verdad todo lo que he creído toda mi vida?” la verdad sea dicha, guardé silencio. Pero, acto seguido, la misma anciana con mucha libertad espiritual me dijo: “permítame, padre, dudar, nunca lo hice abiertamente solo ahora que estoy vieja me doy ese gusto, decir con mis labios ´y si esto que he creído no es verdad´ pero al mismo tiempo sé con la más absoluta certeza – me dijo musitando a mis oídos – que el creer ya no depende de mis dudas y mis palabras porque es una realidad que me sobrepasa y no soy capaz de delimitarla, porque es demasiado grande. A veces creo que soy como una niña pequeña enojada con su madre porque la regañó y huye sabiendo que debe volver a sus brazos porque la ama”. Y de esa respuesta tan profunda de una mujer tan sencilla, saque mis propias conclusiones acerca de vivir desde la fe en Dios. Y es que la fe no sería tal si no existiera “algo” que la moviera y la condujera a ser un vínculo extraño y bello con un ser llamado Dios. Ese “algo” que mueve, es el amor, sí, ese amor que a mi vieja amiga la hacía volver a los brazos de su madre. Ese motor que mueve el corazón humano hacia fuera de sí, en el magnífico riesgo del darse, ese camino se mantiene en el tiempo unido por lazos y vínculos al que llamamos fe, o con otras palabras como creer, responder, caminar a ciegas, confiar, luchar; porque solo se puede vivir y creer así cuando se ama más allá de los límites humanos, más allá de los vínculos familiares y más allá de la belleza del amor natural. El acto de creer en Dios, visto desde el palco de la sociedad actual suele ser un acto incomprensible y muchas veces excesivamente criticado, en post de una sociedad “renovada” y “actualizada”, pues solo se ve en esta fe en Dios un acto doctrinal religioso (y lo es) y se escapa la experiencia de tan bello acto. Es tal su belleza y profundidad, que ni siquiera los creyentes alcanzamos a vivirlo y expresarlo; es ese mismo límite el que nos hace creer con más vehemencia y entrega a un Ser que nos ama y nos provoca el amor.
Gabriel Becerra Ortiz. Asesor Diocesano de Salud.