Cada año desde que tengo memoria, en mi familia se preparaba de muchas maneras y formas la Navidad, o como se decía antiguamente “La Pascua”. En diciembre todo comenzaba a tener un matiz distinto. Los olores, las palabras, las acciones eran las que correspondían a los días cotidianos de esas fechas, pero con una impronta que era imposible de eludir: se esperaba el nacimiento del Niño Dios, y se esperaban también los regalos que el “viejito pascuero” nos traería en esa magnifica noche mientras dormíamos. Éramos gente de campo y en ese tiempo la luz eléctrica no llegaba a nosotros, menos el agua potable. Es de imaginar entonces la relevancia que tomaba la luz de las lámparas a parafina en los patios, los jugos de fruta cosida y el infaltable vino tinto hecho en las mismas cavas familiares, aprovechando los grandes parrones que nos regalaban esa uva violeta y olorosa de antaño. Todo se preparaba para esa ocasión; ricas ensaladas, un buen pollo cocido, frutas y servicios de plaqué adornaban nuestra mesa familiar, a la luz de las velas. En mi tierra eran escasos los pinos, y en su lugar usábamos un arbusto que crecía en el cerro, el romero. Las esferas frágiles de colores con las guirnaldas doradas, rojas, verdes y blancas, junto a lo que nunca debía faltar, el algodón, creo que simulaba la nieve que se imaginaran en diciembre en Chile, era un sueño de absolutamente singular. Les he traído el extracto del recuerdo de una realidad navideña que ya no está. Ha pasado el tiempo y ha dejado su huella en nosotros, estamos más viejos. Muchas veces he sentido nostalgia de esos días bellos, y es imposible no comparar, aunque se pueda decir que estamos “en otros tiempos y debemos adaptarnos”. Pero más allá de las comparaciones, la Navidad sigue celebrándose, pues aún existen niños que la esperan con ansias, aun se mueve por ahí “un viejito pascuero” que se pasea con su trineo vestido de invierno en pleno verano, repartiendo en noche buena regalos y alegrías. Aunque en nuestro tiempo la Navidad o Pascua no era un recuerdo simplemente, sino la experiencia del nacimiento del niño Dios, y que cambiaba todo en la vida, también creo que hoy (aunque distinto) no hay lugar en el mundo que no se haga una mención de esta llegada gloriosa de Dios a la existencia humana. Tal vez hoy tenemos muchas distracciones creadas especialmente por la tecnología y el materialismo, pero aún se cree y se espera en ese nacimiento del Niño Dios en un humilde pesebre de Belén, que logra cambiar tantos corazones que, con o sin tecnología y materialismo, abre paso a la belleza extrema que nace cada año y se manifiesta en la sonrisa de unos niños de anónimos rostros y lugares del mundo. Hoy, es cierto, estamos pendientes de solucionar problemas y de ponernos al día para volvernos a endeudar, pero desde siempre los seres humanos atraídos por las luces de presente, hemos olvidado aquello que fundó nuestra existencia en el origen, y que la creo para la bienaventuranza. Cada año Navidad nos recuerda que solos no podremos vencer el mal que nos divide con Dios, con nuestros semejantes, con la frágil naturaleza y en nuestro profundo ser interior. Cuidemos amigos que no se nos pase por delante lo esencial, lo que nos vivifica, lo que nos da la razón de vivir, aquello que es imposible definir porque va desapareciendo de la vista y del entendimiento humano y de las masas, pero que está en el corazón de las personas, y guía nuestra historia hacia un final de esperanza.
Gabriel Becerra Ortiz. Asesor Diocesano de Salud.