Obispo de Rancagua, monseñor Guillermo Vera Soto
Cada vez con más insistencia se habla del agua como una de las futuras próximas emergencias. Se han multiplicado las publicaciones, congresos, nacionales e internacionales, para discutir el problema y los modos para remediar lo que es visto por algunos como la bomba de tiempo y fuente de nuevos conflictos.
Sin agua no hay vida, mucho menos vida humana. En todas las religiones, el agua es símbolo de fecundidad, más aún, se encuentra en el origen de toda fecundidad, y es signo de purificación y de limpieza. Es signo de bendición y de supervivencia. En la Biblia, expresión de una civilización que se desarrolló en una región donde el agua escasea, Israel vive porque considera al agua un don gratuito de Dios. Dios mismo es exaltado como fuente de agua viva. El Nuevo Testamento conoce expresiones análogas. Baste pensar en toda la simbología bautismal.Pero el agua es también flagelo y medio de destrucción. El diluvio es el signo más evidente de que el agua es vista como castigo, mientras que el Mar Rojo muestra la ambigüedad de este elemento: es muerte y destrucción para los perseguidores; victoria y liberación para los hebreos, que se consideran siempre los «liberados por las aguas».
En realidad, esa misma ambigüedad existe hoy en la opinión pública y en los medios masivos de comunicación, según nos encontremos en presencia de tormentas devastadoras o de prolongada sequía. La presencia en todas las religiones del mundo de oraciones o de ritos para obtener la lluvia o la calma significa que el régimen de las precipitaciones atmosféricas no se ha acomodado nunca a los deseos del hombre, haciendo llover en el momento justo o calmarse cuando es necesario, lo que debería tenerse en cuenta para enfrentar los alarmismos apocalípticos que hoy están de moda.
Con todo, no podemos perder de vista que la cantidad de agua disponible, según algunos expertos, se ha reducido en un 40% en los últimos treinta años por efecto tanto del aumento demográfico, por los usos industriales y agrícolas, como por la contaminación. Una cuarta parte de la tierra está amenazada por la desertificación, y amplias zonas húmedas se han perdido en el curso del siglo XX.
La Iglesia, experta en humanidad como la definió Paulo VI, se ha preocupado en los diferentes foros internacionales acerca del agua, de dar su opinión y enseñanza basada en la luz del evangelio. Ha hablado del tema del agua en todas sus diferentes dimensiones, no sólo física, económica y política, sino también ética, social y religiosa. Ha dicho que el agua es un bien social, económico y ambiental: su administración requiere de principios éticos y sociales no fáciles de conciliar con las demás exigencias. En particular se mencionan: el principio del respeto de la dignidad de la persona humana a la que le es indispensable el acceso al agua; el principio de equidad (entre naciones, entre generaciones, etc.); el principio del destino universal de los bienes entre los que el agua ocupa un lugar fundamental; el principio de solidaridad, que debe guiar su administración también para evitar conflictos; el principio de subsidiariedad para ayudar los esfuerzos sobretodo locales; el principio de participación de modo que todos, incluidos los más pobres, estén involucrados en la administración del agua.
Dado que nuestra región es eminentemente agro industrial, y donde nos alegramos por la fertilidad de su tierra, por la impronta campesina de gran parte de su gente que se siente orgullosa por su amor a la tierra que cultiva con esfuerzo, es que el bien precioso que es el agua hemos de cuidarla y defenderla. Esto ha de ser nuestra obligación, pues las generaciones futuras esperan de nuestra parte lucidez y generosidad para hacerlo.
Defendamos el agua siempre, cuidemos el agua todos, también en nuestros hogares y en el uso que cada uno de nosotros hace de ella. Cuidemos los dones fascinantes que Dios nos confió en la creación, no olvidemos que son limitados y que debemos saber administrarlos.