Por Tebni Pino Saavedra
Corría la primera década de este siglo cuando el organismo donde trabajaba, Indap, necesitaba mostrarle al país los beneficios del servicio en apoyo a la pequeña agricultura. Nacen ahí los primeros contactos con Alipio Vera, un hombre de campo quien se dispuso cada vez que lo requerimos para adentrarse en el alma del agricultor más humilde donde quiera que estos se encontrasen.
Y le era fácil conversar con los campesinos. Hablaba su mismo idioma. Tenían un pasado común pero lo más importante. Trataba temas que jamás se verán en la prensa formal, transformando sus entrevistados en personajes de proyección nacional y en muchos casos, dada la exposición pública que ofrece la televisión, eran visualizados por empresas y sus productos vendidos rápidamente.
Había, entre tanto, detalles de su vida que muy pocos conocían. Y ahora que no está puedo darlo a conocer. Oriundo de Maullín, en la Región de Los Lagos, algunos estudiantes universitarios, hijos de familias de pescadores o agricultores supieron de su hospitalidad durante sus años de estudio. O sea, jamás olvidó sus raíces ni tampoco a sus amigos de infancia.
Desafinado en el canto, dormilón y roncador como pocos, muchas fueron las oportunidades que sus camarógrafos me castigaron obligándome a compartir una pieza de dormitorio pues el ruido de sus ronquidos era insoportable. “Compadrito -me decía- necesito contarte una cuest…” y nadie sabe por qué, pero la frase era absorbida por un sueño profundo imposible de detener.
¿Vanidoso por la fama? Jamás. La mejor prueba de ello la tuvimos en Puerto Montt cuando luego de abordar un taxi le preguntó al chofer si el nombre que aparecía sobre su cabeza, era ese mismo. Se trataba de un nombre antiguo, de esos que hoy quizás por vergüenza pocos padres se atreven a colocar a sus hijos. Algo molesto, el taxista le preguntó el suyo. Y al escuchar Alipio soltó una carcajada al paso que le decía: “¿Alipio? Chuta el nombre pá raro. Primera vez que lo escucho”. “Este compadre es feliz -nos confesó- no ve televisión”.
Era también reconocido en cualquier pueblo o villorrio del país. En Pichilemu, por ejemplo, creyéndolo citadino y luego que pidiera un caballo para grabar desde atrás una carrera a la chilena, se reunió más de un centenar de personas para ver en qué momento se caía del caballo. Craso error. Jinete de los buenos, faltó poco para que ganara él mismo la dichosa carrera.
Cuando se habla de sus reportajes, salta a la vista que su predilección por el sur de Chile que lo transformó prácticamente en embajador de su pueblo y de su gente. Sin embargo, la región de O´Higgins no escapó a su mirada periodística. Fuimos no sólo a Pichilemu. Nos adentramos también a Cahuil y las salineras. Sewell y sus mineros. También a Doñihue y sus chamanteras, entrevistando entre otros, a profesores y artesanas. A los productores de aguardiente y guachucheros, además de una crónica que lo obligó a acompañar a Lucho Panadero, personaje con más de 50 años distribuyendo su alimento por los barrios del pueblo.
Su incansable caminar nos llevó al norte del país. Pero al norte de verdad. Visviri (en la frontera con Bolivia) nos recibió para mostrar la esquila de vicuñas a más de 5.000 metros sobre el nivel del mar. Putre, el lago Chungará, Poconchile y villorrios de escasa población en donde sus entrevistados eran viejos pastores y ancianas artesanas de tejidos de increíble belleza y colorido.
Esto es, donde quiera que hubiera un chileno haciendo patria, allí llegaba Alipio. Es el caso de un personaje de Puerto Toro, el pueblo más austral del mundo, en el canal de Beagle. Allí vivía el conocido “Diario mojado” (porque al hablar no se le entendía nada) y que tuvo un papel fundamental en la construcción de trincheras cuando la posesión de las islas del canal casi produjo una guerra con Argentina en los idos de 1978.
También la abuela Cristina, la última kaweskar que hablaba el idioma propio de su pueblo y a quien entrevistamos una fría tarde de invierno en su casa de Puerto Williams o una agricultora (si, agricultora) que producía legumbres en un invernadero entregado por Indap y que llamaba la atención de los forasteros pues sus lechugas eran verdes “y no amarillas como las del centro del país” afirmación sería de quien no conocía la verdura recién cortada.
Personajes ocultos por la distancia y el tiempo. Personajes como Valeria Landeros y su hospedería de Caleta Tortel que cobijó al príncipe Williams en los bellos parajes de la Patagonia. Rosalía y Nelson Carimán, de Villarrica, hermanos dedicados a la producción de quesos y rescate de árboles nativos. O la apicultora Marisol Coñuequir, de Curarrehue, productora no solo de miel, sino también shampoos, cremas y una gran variedad de subproductos de sus “niñitas”, las abejas.
Impresionante era también su capacidad de descubrir hechos y personajes que muy pocos descubren. Leñadores que deben remar contra la corriente para acercar sus débiles embarcaciones al otro lado de un río y que le contaban sus vidas como si fueran viejos amigos. Porque si se trataba de amistad, Alipio no solo valorizaba la expresión, sino que la hacía carne en actitudes que solo hoy me permito contar. Esto es, durante años él y el colega Patricio Amigo mantuvieron un viejo periodista pagando sagradamente una casa de reposo pues este, el amigo, no contaba con recursos ni parientes conocidos. Silenciosamente, sin aspavientos, sin esperar recompensa.
Tenía también características que todos conocían. Su facilidad para anotar nombres, situaciones, características de alguna crónica en un miserable boleto de micro. No era raro recibir una llamada telefónica por la noche preguntando el nombre o lugar pues el famoso boletito lo había perdido. Pero también era estudioso y responsable. Antes de llegar a destino ya había leído todo lo posible “para no preguntar leseras”, decía.
Esa figura de abuelo querendón que se reflejaba en pantalla lo era también en la vida real. Sus hijos Rodrigo, Paula y Carolina le dieron nietos que acunaba con cariño y a quienes regalaba lo mejor que un ser humano puede ofrecerle a otro. Mimos, cariños, dedicación. Y no se crea que lo hacía solo con su prole. Su hermano, hermanas y sobrinos son testigos de la dedicación que prodigaba sin poses ni soberbia.
No es por acaso que sus camarógrafos sientan su pérdida como la de un hermano, aunque Alipio quizás hasta haya olvidado el nombre de pila. Para él siempre fueron el flaco (González), el Marino (Quijada), el chico (Andrade), el gordo (Aguilar), el pelao (Pérez). Socios de innumerables y cansadoras jornadas que lo acompañaron en sus premios pues, siempre lo dijo, “no sería nadie sin mis compañeros, a quienes debo las mejores imágenes” y que lo llevaron a ser galardonado incluso con el Premio Nacional de Periodismo el año 2013
En su vasta trayectoria de reportero fue el primero en llegar a la cordillera de Los Andes para dar a conocer al mundo que había sobrevivientes en la tragedia que le costó la vida a los rugbistas uruguayos en 1972. Cubrió también las guerra civiles de El Salvador, Nicaragua, el genocidio de Ruanda, la guerra entre Serbia y Croacia y las guerras en el Medio Oriente, entre tantas otras que lo alejaron de su familia pero que, en palabras del marino Quijada, uno de sus camarógrafos, los hicieron creer que eran “inmortales” hasta que una larga agonía lo alejó de nosotros